O tal vez sea el anarquista empedernido
al que tuve como paciente hace algunos años. Ese anarquista participaba
activamente en uno de esos grupos antisistema que tanto pululan en épocas
recientes (para desgracia de la humanidad). El anarquista empedernido era
encarcelado cada dos por tres, debido a que participaba en trifulcas
callejeras, quemaba contenedores, destruía las cajas automáticas de los bancos,
y un larguísimo etcétera tan didáctico como enriquecedor. Fueron tantas las
veces que ingresó a prisión, que un juez determinó que un psiquiatra debía
atender al paciente para que pudiera canalizar toda su rabia (como si eso fuese
posible). Está de más informar que el juez me endilgó este caso a mí, pues yo
siempre acepto con muchas ganas a toda la fauna que ingresa en prisión por
alguna causa u otra. Deben ser estas pulsiones autodestructivas mías que tanto
me acucian a tratar pacientes de las índoles más variopintas y peligrosas, y
que me impulsa a otorgarles mi diagnóstico tan atinado como ominoso.
Así pues, durante un año tuve que tratar
a un anarquista empedernido que nunca estuvo por la labor de colaborar para la
rehabilitación de su furia desencadenada. Antes bien, tuve a un paciente que
siempre me confrontaba, que aseveraba que el psiquiatra es un acomplejado
burgués que se siente superior a los pacientes a los que expolia con falsos
análisis humillantes, debido a que es un capitalista explotador y malnacido.
–Su
diagnóstico sobre los psiquiatras es muy atinado…
Usted debería ser psiquiatra.
Está de más aclarar que mi broma no le
hizo ninguna gracia. Al anarquista empedernido le gustaba confrontar a la
gente, pues a mí también, un poquito. Yo dejé que el anarquista empedernido se
desfogara, dejé que despotricara contra todo el mundo, dejé que expresara sus
deseos “redentores de salvar a la humanidad”, asesinando a todos los políticos fascistas
que no hacen sino aplastar al pueblo que los eligieron. Dejé que mostrara su
odio furibundo a todos los políticos, banqueros, etcétera, etcétera.
Finalmente, llegó la hora del
diagnóstico: le comuniqué al anarquista empedernido que la vida no es sino
caminar sobre una cuerda floja encima de un abismo perturbador, oscuro,
terrible (sabiendo que a fin de cuentas algún día caeremos en ese abismo). Esta
circunstancia genera mucha angustia en el hombre, angustia que ocasiona dolor y
resentimiento contra la vida misma. Le dije que la conciencia de la muerte
intenta aplacar y reprimir ese resentimiento contra la vida y contra los
padres, pero que el resentimiento neurótico logra eludir la acción represora de
la conciencia colocándose una máscara. Dado que desear la muerte de los padres
es muy horripilante para esa conciencia represora, el resentimiento larvado se
disfraza: se manifiesta como un deseo de matar a personas que se parecen a los
padres, como los políticos. El anarquista odia el fascismo, porque odia la
cópula tan despótica que los padres consumaron para engendrarlo.
–¿Qué leches está usted tratando de
decirme: que yo quiero matar a mis padres?
–Es correcto. Usted quiere matar a sus
padres porque se odia a sí mismo. Esta es la razón oculta de su anarquismo tan
galopante. El anarquismo es un nihilismo absoluto.
Todos albergamos a un salvaje anarquista
que de súbito aparece, el del anarquista empedernido aparecía con mayor
frecuencia. Está de más aclarar que intentó destruir mi despacho capitalista
(aunque no cobro tanto, la verdad sea dicha). En efecto, después de que yo le
comunicara mi diagnóstico el anarquista intentó destruir mi despacho, arrojó
una silla contra la pared, la otra contra la ventana que rompió (por suerte la
silla cayó al pavimento de la calle sin causar ningún daño a ningún
transeúnte). De pronto, el anarquista empedernido agarró un cenicero y volteó
hacia un cuadro al que le tengo mucho cariño, pues lo heredé de mi abuelo. Intenté
detenerlo con la retórica:
–¡Tú quieres matar a todos los
políticos, porque odias y quieres matar a tus padres, porque odias haber nacido!
¡No te engañes a ti mismo!
Acto seguido el anarquista intentó agredirme pero yo logré evadir su golpe, contragolpeando con un puñetazo limpio en su nariz que lo arrojó al suelo. Lástima que no había ningún árbitro pugilístico que contara hasta diez. El problema fue que unos días más tarde el anarquista estuvo a punto de incendiar mi consultorio, lo pudo evitar mi secretaria, quien llamó a la policía. El anarquista fue internado en prisión por enésima vez, y juró vengarse de mi persona y de mi diagnóstico capitalista.
FRAGMENTO DE EL ÁNGEL EXTERMINADOR
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