domingo, 20 de diciembre de 2015

LAS PULSIONES AUTODESTRUCTIVAS

Desde que inicié mi carrera universitaria como psiquiatra, una pregunta ha rondado mi cabeza, una pregunta terrible me ha quitado el sueño en muchas ocasiones: ¿cómo llega al hombre a odiarse tanto a sí mismo como para desear destruirse? He dedicado mucho tiempo de mi carrera como psiquiatra, he dedicado mucho tiempo de mi vida a estudiar y analizar la fuente de la que brotan las pulsiones autodestructivas, ese deseo malsano y enfermizo del ser humano de autodestruirse. Lo que yo deseaba era llegar hasta la raíz etiológica del problema, hasta la sustancia y la esencia de dicha pulsiones de muerte que tiene el ser humano contra sí mismo. He llegado a una conclusión que algunos amigos míos han calificado como brillante: el hombre desea destruirse, el hombre alberga tanto odio sobre mí mismo como para destruirse, a causa del miedo a la muerte. Es una gran paradoja.
Cabe señalar que cuando hablo del miedo a la muerte, no solo me refiero a ese miedo físico ante la muerte, sino a muchas otras cosas más. En principio, hay que decir que ese miedo es engendrado primero por el conocimiento que tiene el hombre de su propio fin, de su propia muerte. El hombre es el único animal que genera y abriga este miedo intelectual hacia la muerte. No obstante, hay muchos más sentimientos y emociones, además del miedo, que lo acompañan y que generan ese resentimiento larvado contra sí mismo.
Hemos dicho que el conocimiento de nuestra propia muerte es lo que origina ese miedo intelectual, ahora bien, me parece pertinente llamar a las cosas por su nombre: ese conocimiento sobre nuestra propia muerte no es sino la conciencia. La conciencia de la muerte. Esa cosa terrible que surge en la adolescencia y que como una levadura transforma al niño en un hombre. Es como una levadura porque dicha metamorfosis es dura, comporta mucho sufrimiento, como si nuestras entrañas se estuviesen fermentando. Es una fermentación acética que transforma el vino en vinagre. El vino de Dionisos se torna vinagre amargo, resentido. Es una trasmutación que ocasiona que el ser humano deje de vivir en el Paraíso terrenal para recalar en este valle de lágrimas.
Esta conciencia de la muerte, según mis indagaciones, contiene muchas estructuras psíquicas, muchos pliegues, muchos recovecos oscuros que ella misma ha generado pero que no se atreve a escudriñar por miedo. Pues, en principio, es la responsable de que se genere el miedo a la muerte, pero no sólo genera este sentimiento, sino muchos más: también genera un repudio malsano y enfermizo hacia la muerte, una negación de la muerte que impulsa al hombre a concebir disparates supinos con tal de vencer a dicha muerte (el mayor disparate es la resurrección de los cuerpos en la que creen varias religiones). Asimismo, la conciencia genera angustia ante la muerte, ante la incertidumbre de la muerte, de lo que pueda existir o no más allá de sus fronteras (esta angustia es un potente acicate que arrastra al hombre hacia el abismo del suicidio). También genera la conciencia una desazón metafísica de saber que estamos atrapados entre dos eternidades oscuras, que detrás de nosotros no hay más que un abismo eterno y perturbador, y delante de nosotros nos espera otro similar, tal vez mucho más aterrador. Así pues, la conciencia no sólo genera el miedo intelectual hacia la muerte, sino auténtico pavor, un miedo mucho más enfermizo que se mezcla con el repudio y con la angustia hacia la muerte, además de una congoja metafísica de estar vivo en un laberinto de misterios inexplicables. Turbulenta, aciaga y apesadumbrada es la vida del ser humano. Somos el juguete de un Destino voraz y truculento.
De esta angustia, dolor, sufrimiento, malestar devenido resentimiento neurótico contra sí mismo, surgen la rabia, la agresividad hacia los demás, pero, también, las pulsiones autodestructivas. 



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