Desde que inicié mi carrera
universitaria como psiquiatra, una pregunta ha rondado mi cabeza, una pregunta terrible me ha quitado
el sueño en muchas ocasiones: ¿cómo llega al hombre a odiarse tanto a sí mismo
como para desear destruirse? He dedicado mucho tiempo de mi carrera como
psiquiatra, he dedicado
mucho tiempo de mi vida a estudiar y analizar la fuente de la que brotan las
pulsiones autodestructivas, ese deseo malsano y enfermizo del ser humano de
autodestruirse. Lo que yo deseaba era llegar hasta la raíz etiológica del
problema, hasta la sustancia y la esencia de dicha pulsiones de muerte que
tiene el ser humano contra sí mismo. He llegado a una conclusión que algunos
amigos míos han calificado como brillante: el hombre desea destruirse, el
hombre alberga tanto odio sobre mí mismo como para destruirse, a causa del
miedo a la muerte. Es una gran paradoja.
Cabe señalar que cuando hablo del miedo
a la muerte, no solo me refiero a ese miedo físico ante la muerte, sino a
muchas otras cosas más. En principio, hay que decir que ese miedo es engendrado
primero por el conocimiento que tiene el hombre de su propio fin, de su propia
muerte. El hombre es el único animal que genera y abriga este miedo intelectual hacia la muerte. No
obstante, hay muchos más sentimientos y emociones, además del miedo, que lo
acompañan y que generan ese resentimiento larvado contra sí mismo.
Hemos dicho que el conocimiento de
nuestra propia muerte es lo que origina ese miedo intelectual, ahora bien, me parece pertinente llamar a las cosas
por su nombre: ese conocimiento sobre nuestra propia muerte no es sino la
conciencia. La conciencia de la muerte. Esa cosa terrible que surge en la
adolescencia y que como una levadura transforma al niño en un hombre. Es como
una levadura porque dicha metamorfosis es dura, comporta mucho sufrimiento,
como si nuestras entrañas se estuviesen fermentando. Es una fermentación
acética que transforma el vino en vinagre. El vino de Dionisos se torna vinagre amargo,
resentido. Es una trasmutación que ocasiona que el ser humano deje de vivir en
el Paraíso terrenal para recalar en este valle de lágrimas.
Esta conciencia de la muerte, según mis
indagaciones, contiene muchas estructuras psíquicas, muchos pliegues, muchos
recovecos oscuros que ella misma ha generado pero que no se atreve a escudriñar
por miedo. Pues, en principio, es la responsable de que se genere el miedo a la
muerte, pero no sólo genera este sentimiento, sino muchos más: también genera
un repudio malsano y enfermizo hacia la muerte, una negación de la muerte que
impulsa al hombre a concebir disparates supinos con tal de vencer a dicha muerte (el
mayor disparate es la resurrección de los cuerpos en la que creen varias
religiones). Asimismo, la conciencia genera angustia ante la muerte, ante la
incertidumbre de la muerte, de lo que pueda existir o no más allá de sus
fronteras (esta angustia es un potente acicate que arrastra al hombre hacia el
abismo del suicidio). También genera la conciencia una desazón metafísica de
saber que estamos atrapados entre dos eternidades oscuras, que detrás de
nosotros no hay más que un abismo eterno y perturbador, y delante de nosotros
nos espera otro similar, tal vez mucho más aterrador. Así pues, la conciencia
no sólo genera el miedo intelectual hacia
la muerte, sino auténtico pavor, un miedo mucho más enfermizo que se mezcla con
el repudio y con la angustia hacia la muerte, además de una congoja metafísica de
estar vivo en un laberinto de misterios inexplicables. Turbulenta, aciaga y
apesadumbrada es la vida del ser humano. Somos el juguete de un Destino voraz y
truculento.
De esta angustia, dolor, sufrimiento, malestar devenido resentimiento neurótico contra sí mismo, surgen la rabia, la agresividad hacia los demás, pero, también, las pulsiones autodestructivas.
Fragmento de El Ángel Exterminador.
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